El Estado como botín: cuando el abuso se disfraza de legalidad

“El informe de la Contraloría General de la República que revela el uso fraudulento de más de 25 mil licencias médicas entre 2023 y 2024 por parte de funcionarios públicos no es una simple anécdota de corrupción administrativa: es el síntoma agudo de una enfermedad crónica que carcome el aparato estatal chileno desde dentro. Lo que observamos no es otra cosa que el rostro degenerado de una estructura burocrática capturada por lógicas clientelares, donde el Estado es visto por muchos no como un instrumento de servicio al pueblo, sino como un botín de guerra personal”, expresa en su columna de opinión Sebastián Ramírez Pascal
Por Sebastián Ramírez Pascal
El informe de la Contraloría General de la República que revela el uso fraudulento de más de 25 mil licencias médicas entre 2023 y 2024 por parte de funcionarios públicos no es una simple anécdota de corrupción administrativa: es el síntoma agudo de una enfermedad crónica que carcome el aparato estatal chileno desde dentro. Lo que observamos no es otra cosa que el rostro degenerado de una estructura burocrática capturada por lógicas clientelares, donde el Estado es visto por muchos no como un instrumento de servicio al pueblo, sino como un botín de guerra personal.
La cifra es tan escandalosa como elocuente: 300 millones de dólares en pérdidas al erario nacional. Mientras las escuelas se caen a pedazos, los hospitales colapsan y las regiones más pobres son abandonadas a su suerte, miles de “servidores públicos” tomaban licencias para estudiar en Europa, pasear por playas extranjeras o emitir boletas como trabajadores activos mientras, oficialmente, estaban “enfermos”. Más que enfermedad, lo que padecen es una obscena falta de ética.
Pero ojo: no se trata sólo de conductas individuales desviadas, sino de un patrón institucional. Lo señala con claridad el académico Rodrigo Durán: existe una “cultura instalada” donde el Estado ha sido vaciado de su contenido social, y reducido a una red de favores, acomodos y simulacros. La licitación del poder público al mejor postor —o al más cercano— no es novedad en Chile; lo nuevo es la pasividad con la que se observa y tolera.
El uso masivo de licencias en los tramos finales de los gobiernos, muchas veces articulado con embarazos estratégicos o licencias médicas extensas, es un secreto a voces en los pasillos institucionales. Se convierte en mecanismo de blindaje ante eventuales despidos, en una suerte de “coraza legal” que encubre la perpetuación de privilegios por la vía de la victimización laboral. El problema no es el derecho a licencia —que debe existir con todas sus garantías—, sino su degradación como instrumento de picaresca institucional.
La precariedad de la meritocracia en el Estado es otro ingrediente clave. Si los puestos de dirección y gestión son repartidos entre amigos, parientes o activistas políticos sin experiencia ni formación técnica, lo que se reproduce no es el servicio público, sino la mediocridad. No es raro entonces que se normalicen prácticas abusivas, porque el compromiso con lo público desaparece cuando no hay conciencia de lo que significa representar al pueblo desde una institución del Estado.
Y si a esta mezcla de laxitud, desidia y oportunismo le sumamos la falta de sanción real —como demuestra la fuga masiva de funcionarios antes de enfrentar sumarios—, entonces tenemos un cóctel perfecto para el deterioro progresivo del sistema. Las palabras de Durán son certeras: “mientras no existan consecuencias reales, seguiremos viendo cómo se dribla la fiscalización y se premia la mediocridad”.
Lo más grave, sin embargo, es el daño a la confianza pública. Cuando el pueblo ve que quienes debieran administrar los recursos comunes se dedican a exprimirlos en beneficio personal, la fe en lo público se erosiona. Y cuando eso ocurre, se abren las puertas al cinismo social, a la despolitización, al individualismo feroz, al sálvese quien pueda.
El neoliberalismo ya había reducido el Estado a un mero garante de intereses privados; ahora, desde dentro, ese mismo Estado es parasitado por quienes se benefician de su descomposición. Si no se enfrenta esta crisis con reformas profundas, con voluntad real de transparentar, sancionar y reconstruir el aparato público sobre la base del mérito, el compromiso y la vocación de servicio, entonces no sólo se normalizarán los abusos: se institucionalizarán.
En tiempos en que Chile atraviesa un estancamiento político, económico y social, lo último que necesita es un Estado secuestrado por quienes creen que el “servicio público” es sinónimo de comodidad, impunidad y turismo con licencia médica.
Reformar el Estado no es sólo una necesidad técnica: es una urgencia moral y política. Y esa batalla no se gana con gestos simbólicos ni con sumarios de cartón, sino con decisiones de fondo, con estructuras que impidan la captura del Estado por intereses mezquinos. Como dijo el académico Durán: si no se toman decisiones reales, el abuso seguirá, disfrazado de legalidad, amparado por la inercia y bendecido por la cobardía política.
Porque un Estado que permite el saqueo desde adentro deja de ser un Estado del pueblo, y se convierte en propiedad privada de sus funcionarios.
(El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de Séptima Página Noticias).